Opinión 20 de junio del 2002

Radiografía de la crisis

Wilmer Pérez Regalado

wperez@laprensa.hn

Algo extraño pasa en la sociedad hondureña. Se palpa de forma increíble y alucinante un desprecio total a la vida, al grado que muchos compatriotas desesperados andan sueltos en la calle buscando matar o, en el peor de los casos, que los maten. El drama causado por la crisis económica y el desempleo que envuelve a la inmensa mayoría de población es insoslayable y terriblemente inhumano. Muchísimas familias no han comido desde ayer o tal vez sólo probaron un bocado. Ese dolor íntimo de ver a los hijos llorar por hambre inquieta a cualquiera, hasta al más estoico de los mortales. La impotencia de querer y no poder por falta de una oportunidad orilla al hombre a depender y confiar solamente en sus instintos de sobrevivencia.

Algunos roban y matan por placer o venganza, en la más vil de las suertes. Aquí están anotados los miembros del crimen organizado. Otros no. Ven tanta injusticia y desprecio que terminan inclinando su conducta, primero robando al menor descuido, después utilizando la violencia por medio del atraco sin importarles su propia vida.

A esto contribuye la debilidad e impunidad con que actúa la autoridad judicial o policial, y más cuando se dan cuenta de que ésta tampoco ofrece seguridad y protección y en muchos casos se confabula con el crimen y el dinero.

En teoría, los organismos internacionales promueven el combate de la pobreza en los países menos desarrollados. En Honduras esto se ha convertido en un himno, pero la creencia general es que los pobres ciertamente están desapareciendo... para convertirse paulatina e inexorablemente en miserables.

Mientras la gente sufre por falta de techo, trabajo, ropa, medicinas y tortilla, es insultante y contradictorio ver circular por las calles y carreteras vehículos que fácilmente cuestan un millón de lempiras, y los casinos, tiendas de conveniencia y establecimientos de comida rápida pasan repletos de personas. Este segmento, me decía un economista y empresario, constituye apenas el uno por ciento de la población. Los demás ciudadanos enfrentan problemas financieros inconmensurables. En la última década, miles de familias han pasado de clase media a la baja.

El promedio del ingreso percápita de Honduras es de 1,080 lempiras al mes. ¿Alcanza para una familia de cinco miembros? ¿Podrían comprar comida suficiente, vestuario y pagar el alquiler de una vivienda digna? Ni soñarlo.

En el área rural, las condiciones de pobreza son peores. Un hombre del campo gana en la actualidad un promedio de 607 lempiras mensuales, un magro ingreso que lo obliga a emigrar a la ciudad. Cuando la situación aquí se vuelve insostenible, opta por irse mojado a Estados Unidos, lo cual constituye prácticamente una expulsión del país.

La iglesia Católica califica de “medidas paliativas” las aplicadas por el gobierno hasta hoy para controlar el índice de criminalidad, “porque sólo favorecen a grupos económicamente poderosos y postergan y agudizan la ya dura situación de la violencia. Nos preocupa -dice la iglesia en un comunicado público- que los débiles de siempre sigan siendo el grupo más vulnerable”.

En la zona metropolitana del valle de Sula, sobre todo, a la moda de las pandillas juveniles encabezadas por compatriotas de baja calaña expulsados de Estados Unidos, se agrega un factor desestabilizador de la familia: la industria del ensamblaje.

En efecto, la mujer que antes se encargaba de los asuntos del hogar, a cuidar los niños y ayudarles en las tareas de la escuela o colegio, ahora, por necesidad, trabaja en la maquila, dejando a sus hijos al cuidado de la abuela, empleada doméstica o simplemente solos. Cuando llega al cuchitril de la cuartería los encuentra dormidos y, según los turnos laborales, es posible que nos los vea hasta el día de descanso.

El machismo del varón, que exige en vano que su esposa permanezca en casa, hace el resto y la familia termina desintegrada. Este es el ambiente ideal para el crecimiento del fenómeno social de las pandillas, que desemboca en violencia, dolor y muerte.